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sábado, 11 de diciembre de 2010

Aprender a querer, saber vivir

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(*) Juan Ramón García-Morato, nació en Madrid, donde estudió Medicina (Universidad Complutense, 1974). Tras ejercer la cirugía durante varios años, fue ordenado sacerdote en Valencia por Juan Pablo II (1982) y se doctoró en Teología (Universidad de Navarra, 1983; premio extraordinario de doctorado). Es profesor del Instituto de Antropología y Ética y trabaja en la Capellanía Universitaria de la Universidad de Navarra desde 1984.


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La publicación de este refrescante libro de Juan Ramón García-Morato (*) nos sitúa ante un reto apasionante, que engancha desde la primera página y mantiene la atracción in crescendo hasta el final. Fácil de conseguir cuando se trata de un buen thriller policíaco, pero nada habitual si estamos hablando de un libro de espiritualidad con más de 450 páginas (no muchas más). Pero lo ha logrado.

El 26 de diciembre de 1926, Rabindranath Tagore -hindú de raza y de religión, Premio Nóbel de Literatura en 1913- pronunció en Shantiniketan uno de sus discursos sobre Jesucristo (Lo divino en las cosas humanas). Entre otras cosas, afirmaba: “Cristo dijo: ‘en mí se revela el Padre. En la India también se ha oído esta palabra, pero hasta que esta palabra no supere los confines de la Escritura y no entre en el campo de la vida, seguirá siendo una palabra estéril. Cuanto más la anuncian los hombres con grandes discursos, sin ponerla en práctica, tanto más la deshonran de manera espectacular. Es lo que está haciendo la sociedad cristiana en todo momento. Con las palabras dice: ‘¡Señor!’, pero con los hechos lo niega. El precio de las palabras verdaderas se tiene que pagar con hechos verdaderos”.

Nuestras vidas pueden ocultar el verdadero rostro de Dios, como recuerda el Concilio Vaticano II (GS, 19): “en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña, en cuanto que, por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo”. No podemos olvidar que la fe cristiana no es real hasta que se encarna en la vida diaria de quienes la asumimos libremente.

Los cristianos creemos firmemente que Jesús de Nazaret es Dios encarnado y hecho hombre como cualquiera de nosotros. Pretender imitarlo y seguirlo sin que los valores humanos se reflejen en nuestras vidas sería, cuanto menos, un desconocimiento de algo muy básico en el cristianismo; y no pocas veces, ocasión de que otras personas no se acerquen al Dios verdadero si somos el único cauce que tienen para conocerlo. Quizá por eso, el mismo Tagore escribía en una carta abierta: “si vosotros, cristianos, fuerais como Cristo, la India entera estaría a vuestros pies… Maestro Jesús, no hay lugar para ti en Europa. Ven, sienta plaza entre nosotros, en Asia, en el país de Buda. Están abatidos de tristeza nuestros corazones, y tu llegada los aliviará”.

Publicado en EUNSA (colección Astrolabio-Espiritualidad), Aprender a querer, saber vivir, trata de ofrecer una visión fascinante de la vida cristiana a través del cultivo de una personalidad humana firme en la que puedan arraigar los valores espirituales y amar a Dios sobre todas las cosas con un amor encarnado en el espacio y en el tiempo.

En sus páginas se entrelazan razones antropológicas y experiencias vitales con la Escritura, el testimonios de los primeros cristianos y de otros testigos de la fe de siglos posteriores. También están presentes las aportaciones de quienes no han conocido al Dios que se revela en Jesucristo y, sin embargo, son auténticos “expertos en humanidad”.

El itinerario que recorre el lector está lleno de parajes insospechados, ofrece lugares de descanso que reconfortan, dibuja con perfiles nítidos los elementos para que cada cual se haga un traje a la medida y pueda configurar el “mapa de carreteras” que le permita llegar al encuentro con los demás y, si quiere, con Dios, siendo consciente de hasta qué punto configura la existencia la pretensión sincera de una amistad con Cristo.

Y en medio de esta aventura personal en la que introduce el libro, es muy de agradecer el modo cómo ha procedido el autor: a lo largo de las páginas ha ido planteando numerosas cuestiones pero, en la mayoría de los casos, no ha ofrecido de inmediato la solución y, cuando lo hace, los interrogantes han seguido en parte abiertos. Según confiesa en el último capítulo, “ha sido intencionado, con la pretensión de que los posibles lectores pongan en juego su personal autonomía y no se acostumbren a que se les dé todo hecho”. Y añade enseguida: “ahora, próximo el final, toca al autor aportar algunas pinceladas que entrelacen las cuestiones humanas y las respuestas de la fe, con la esperanza de que cada uno tenga elementos suficientes para alcanzar una respuesta más plena, si es que todavía no lo ha conseguido”. Es necesario ese último capítulo. Y muestra que es imprescindible leer el volumen con orden para aprovecharlo al máximo.

Solo después de haber recorrido “Un camino hacia la cumbre” (primera parte, con 4 capítulos), que termina con “Vivir de la propia conciencia”, es posible comenzar con soltura la segunda: “Una novela de aventuras” y llegar al final siendo conscientes de la riqueza acumulada durante el recorrido. Así sucede, de hecho, con este reconfortante volumen.

En la fascinante situación de cambio cultural en la que parece que nos encontramos, se precisa una permanente actitud de diálogo, que es irrenunciable. Juan Pablo II ha caminado insistentemente en esa dirección y que Benedicto XVI sigue tenazmente empeñado en ese cometido.

En primer lugar, con los demás cristianos, los hijos de la casa común a la que se entra por el Bautismo válidamente administrado y de la que nunca podrán ser echados, por más que haya peleas fraternas; por tanto, “hacer las paces” parece una necesidad imperiosa.

En segundo lugar, el diálogo con las religiones no cristianas. La plenitud de la revelación divina es Cristo y el pueblo de Israel ha sido el camino escogido para la revelación paulatina de esa plenitud, lo que otorga a “nuestros hermanos mayores” (Juan Pablo II) un lugar privilegiado en ese diálogo. Así, podemos descubrir lo común y dialogar sobre lo diverso, intentando encontrar luces nuevas.

Finalmente, el diálogo con el mundo, sus inquietudes, sus temores y sus dificultades, sus planteamientos ante Dios y ante el hombre, ante la historia y la cultura, ante la ciencia y la fe, ante el dolor, el amor y la muerte.

Una parte importante de esta tarea se desarrollará en el ámbito intelectual, sin duda. Pero los planteamientos intelectuales han de ser corroborados por la existencia de cada uno. No es posible construir de manera artificial. La evangelización del mundo y de la cultura, no es una tarea que se pueda realizar poniendo el adjetivo cristiano a todo cuanto se haga; es una tarea sustantiva. Tienen que ser nuestras vidas comprometidas con la verdad de Cristo las que arrastren a los demás. Los adjetivos acaban por ser inútiles, dejan la tarea a un nivel muy superficial y acaban por desgastar el nombre de cristiano. No se trata de hacer cosas cristianas, sino de ser cristianos. Como afirmaba en una ocasión a un conocido profesor -rector por entonces de la Universidad Católica de Chile-, “sólo los extraños fabrican biombos chinos, porque los chinos se limitan, sin más, a fabricar biombos; y les salen chinos porque son chinos”.

Este planteamiento es de vital importancia a la hora de plantearse cristianizar la sociedad, si no queremos correr el riego de construir un ghetto cultural. El cristiano vivifica la sociedad, sin imponer nada, ofreciendo lo que tiene. Sólo los edificios se construyen; la vida, se engendra. Además, cualquier construcción hay que decorarla después, en un intento de que tenga vida, y toda decoración tiene detrás una idea previa. Esto no tiene importancia si se trata de muebles, pero es distinto si se trata de la revelación cristiana, pues supone un riesgo real de convertirla en ideología. La vida que se engendra, por el contrario, se desarrolla y crece -con los cuidados oportunos- en toda su belleza y potencialidad. Por lo tanto, son las acciones libérrimas, multiformes y plurales del cristiano coherente las que acaban por cristianizar el mundo, porque brotan espontáneamente con la espontaneidad de la virtud y de la vida vivida, fruto del empeño por encarnar los ideales de Cristo en la propia existencia. Y se difunden en el entorno, logran penetrar en lo más hondo de la conciencia del interlocutor.

Si no, es tarea inútil. Puede ser eficaz y posiblemente brillante a corto plazo; pero contraproducente a medio y largo, porque las vidas que no se empeñan en ajustarse ilusionadamente al ideal que “predican”, acaban por convertir ese ideal, ante los ojos de los demás, en materia que corroe.

Juan Pablo II afirmaba que “una fe que no se hace cultura, es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida” (Discurso 16-I-82). Ahí está la clave. Efectivamente, para un cristiano, la tarea de construir un mundo más humano y más justo exige acoger, pensar y vivir la fe. La cultura que se hace artificialmente tiene luego que ser protegida por el poder para que no desaparezca, porque nace ya sin vida. La cultura la configuran las personas con sus vidas y la transmiten en cada uno de sus actos, generando un ambiente con tonalidades que brotan de su personalidad. Basta echar un vistazo a la Historia para comprobar cómo una sola persona puede cambiar el rumbo de una sociedad entregando su vida con toda su riqueza. Así han brotado también todas las tareas evangelizadoras. Las únicas ideas humanamente válidas son las que tienen pies y manos. Estas páginas bien podrían ser una ayuda para que sea realidad en nuestras vidas.

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